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  • Columna del Profesor del Instituto de Gobierno y Asuntos Públicos, Dr. José Hernández Bonivento.

En el contexto político de las últimas semanas, lleno de escándalos y de discursos tóxicos, se muestra adecuado retomar, a manera de reflexión, la discusión sobre los valores esenciales del ejercicio público, tanto en su aspecto político como en lo administrativo.

En su libro, Ética Pública y Buen Gobierno (2015), los profesores Manuel Villoria y Agustín Izquierdo mencionan tres grandes líneas del estudio de la ética pública: la deontología, el utilitarismo y la teoría de la virtud. En líneas generales, la primera trata de imperativos de la acción estatal, la segunda de las metas que se deben alcanzar, y la tercera de los valores que deben regir lo público.

Basada en el trabajo de Immanuel Kant, la deontología establece la acción estatal como una serie de deberes que, por ser buenos intrínsecamente, deben cumplirse siempre, sin importar las consecuencias. El llamado “imperativo categórico” obliga entonces a que funcionarios y autoridades cumplan, sin dualidades ni relativismos, principios éticos que se entienden fundamentales: transparencia, probidad, responsabilidad y rendición de cuentas, entre otros. La confianza pública se fundamenta en dichos deberes, y cuando se ven transgredidos, la ciudadanía se resiente con los organismos que deberían velar por el bien común.

Pero esta visión de los deberes públicos puede ser vista como rígida, a veces paquidérmica y, en consecuencia, inadecuada para velar por las necesidades e intereses de la población. Ahí entra a jugar la idea utilitarista del liberalismo clásico: lo importante es alcanzar el objetivo final, más que el procedimiento mismo. No se trata, sin embargo, de “pasar a llevar” los principios éticos antes expuestos, sino de enfocar la administración pública hacia la consecución de objetivos con eficacia, eficiencia y economía.

Lógicamente, ambas líneas de pensamiento se ven enfrentadas a la realidad, con sus demandas, sus intereses y sus motivaciones. La existencia de varias zonas grises de la vida pública, por la imposibilidad de reglamentar todos los actos públicos, implica cierto nivel de discrecionalidad de los actores políticos y administrativos del Estado. Es allí donde nos encontramos, constantemente, con el máximo dilema: ¿qué valor es más importante? ¿Cumplir la norma, sin mirar las consecuencias, o alcanzar el objetivo sin contemplaciones?
En nuestro tiempo, donde la inmediatez y las altas demandas se han convertido en la verdadera norma, existen muchos incentivos para doblar las formas y justificar las acciones por un llamado “fin superior”. Los procedimientos se ven como piedras que impiden la ejecución de proyectos, y su obligatoriedad como obstáculos sin sentido. Con esto no quiero decir que toda burocracia sea buena (ya mencionamos la rigidez y la falta de innovación) pero no es viable que el “todo vale” se convierta en el centro de la política, sea para imponer un legado o para someter al contrincante.

Tal vez la respuesta esté en la más antigua de las visiones sobre la ética: la teoría de la virtud. Ya desde la antigüedad, los griegos hablaban de la moderación como la forma correcta de gobernar. El diálogo y el debate serían caminos virtuosos, que permitan tanto al individuo como al colectivo prosperar. En tiempos de polarización, de inmediatez y de contienda, la ética pública nos llama a la virtud del justo medio, donde se encuentren el deber y la eficiencia, donde los procesos sean racionales y entendidos como necesarios, donde la finalidad de la acción sea siempre de interés colectivo, y no necesariamente de una mayoría circunstancial. La virtud de lo público sería pensar en el consenso, con imperativos claros y generales, sin caer en burocracias injustificadas ni en discrecionalidades personalistas.

Tal vez sea mucho pedir, pero suena como una meta que vale la pena alcanzar.

 

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